Radiografía de la lucha contra la corrupción

Invitación – Romel Jurado Vargas

Este trabajo reconoce las dificultades conceptuales para formular una definición de la corrupción en términos unívocos y definitivos. Al respecto plantea una definición básica de corrupción construida a partir de las descripciones típicas de los delitos contra la administración pública establecidos en el Código Orgánico Integral Penal. A continuación, se analizan
datos duros sobre el grado de avance de la lucha contra la corrupción en Ecuador, empezando por las cifras de cumplimiento respecto de las obligaciones que tienen las entidades públicas y privadas reguladas por la Ley Orgánica de Transparencia y Acceso a la Información. También se hace un análisis de la compleja situación del CPCCS y las cifras que expresan su contribución a promover la participación de los ciudadanos en la lucha contra la corrupción, así como a investigar y activar mecanismos de control social para combatirla. Finalmente, se analiza la crítica situación jurídica
del Contralor subrogante y sus potenciales repercusiones en la validez jurídica de las actuaciones de dicho organismo.

La lucha contra la corrupción se ha convertido en uno de los asuntos sociales y políticos más importante y movilizador en los últimos 4 años en Ecuador y, precisamente por eso, es necesario aproximarse a ella con la mayor seriedad y rigor investigativo posibles, ya que la demagogia y la falta de precisión sobre cuáles son las instituciones y los mecanismos
para sostener esta tenaz batalla, conspiran para lograr que la perdamos cotidianamente.

En ese contexto, este artículo tiene por objeto organizar conceptos básicos, cifras, datos y argumentos sobre el fenómeno
de la corrupción y los esfuerzos institucionales por luchar contra ella, de modo que, la aproximación y estudios en esta
materia adquieran cada vez más rigor científico.

El concepto

Empecemos por señalar que la definición del fenómeno de la corrupción de una manera completa y unívoca no ha sido
posible hasta ahora.

“Cuando utilizamos una palabra, solemos dar por descontado que, quien la escucha o la lee, sabe de lo que estamos hablando y más aún cuando la palabra se utiliza en el lenguaje de todos los días. Y, si surge alguna duda, el diccionario suele
disiparla. Pues bien, en materia de corrupción, las cosas no parecen estar así: si existe sustancial acuerdo a la hora de expresar un juicio más o menos tajante sobre el fenómeno, dicho acuerdo desvanece por completo cuando se tratan de
identificar los rasgos característicos del mismo; dicho de otra forma, se habla mucho de corrupción, pero curiosamente
no existe un concepto generalmente admitido de lo que pueda significar. Como se ha observado, si existe algún concepto esquivo a la sistematización científica, ese es el de corrupción, hasta el punto que algún autor ha llegado lisa y llanamente a considerar inviable alcanzar una definición única del mismo” (María-Cerino, 2021).

Sin embargo, desde la perspectiva del derecho penal, no hay duda de que se ha producido un acto de corrupción cuando los funcionarios públicos, por sí mismos, y/o en acuerdo con ciudadanos particulares, usan de manera ilegítima, en su propio beneficio o de terceros, los bienes y dineros públicos, así como la autoridad que detentan de forma legal o usurpándola.

Desde esta perspectiva, todos tenemos claro que, al menos, las conductas de funcionarios y ciudadanos particulares que se encuadran en la descripción de los delitos contra la administración pública establecidos en el Código Orgánico Integral Penal son, en todos los casos, actos de corrupción, cuando cumplen el presupuesto típico establecido en el párrafo anterior.

Por lo tanto, una tipología básica de la corrupción en Ecuador está constituida por los delitos de: peculado; enriquecimiento ilícito; cohecho; concusión; tráfico de influencias, así como la oferta de realizarla; usurpación y simulación de funciones públicas; y, uso de fuerza pública contra órdenes de autoridad (Código Orgánico Integral Penal, 2014).

Este amplio abanico de conductas puede englobar, por ejemplo, la asignación de contratos de forma discrecional; los sobreprecios en la adquisición de bienes y servicios públicos; la recepción de dinero, bienes o favores a cambio de
una decisión que beneficia a un tercero; el uso para fines particulares de bienes públicos como oficinas, instalaciones
deportivas, vehículos, naves aéreas, embarcaciones, caballos y ganado; la designación arbitraria y/o ilegal de autoridades; la apropiación o uso ilegítimo de bienes, dinero y valores como joyas, obras de arte o acciones; la permanencia en un cargo público del que fue destituido o para el cual no ha sido legalmente nombrado; el uso del poder y la autoridad pública para perseguir, procesar, golpear, encarcelar o sancionar a sus adversarios sin fundamento legal, que son las conductas más comunes a las que los ciudadanos identificamos con la corrupción.

Las percepciones

Según el Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica, a agosto de 2020, esto es, a puertas de iniciar el proceso electoral para elegir Presidente de la República y Asambleístas, el 65.8% de los ciudadanos consideraba que la corrupción es el mayor problema de la democracia ecuatoriana (CELAG, 2020).

Esta enorme preocupación que los ciudadanos tienen frente a la corrupción es multicausal, pero un factor altamente relevante para tal efecto es que, los medios de comunicación difundieron y amplificaron una gran cantidad de denuncias
realizadas por el gobierno de Lenin Moreno en contra de su predecesor Rafael Correa. Esta información, ha sido exponencialmente amplificada en redes sociales en el marco de los pronunciamientos tanto de defensa cuanto de negación de la validez de estas acusaciones.

Al respecto resulta relevante el dato que aporta la firma de investigación y consultoría Clima Social, a través de la encuesta nacional Ómnibus de septiembre de 2020, según la cual la televisión de señal abierta y las redes sociales son los principales
canales a través de los cuales los ciudadanos se enteran de las noticias (información de relevancia pública). Así, el 74.7% de ciudadanos tiene como canal de acceso a las noticias a la televisión, mientras que el 64 % también lo hace por las redes sociales.

Este dato es supremamente relevante para entender que las ideas que los ciudadanos tenemos sobre: lo que es la corrupción; quiénes son los “culpables” de estos actos ilícitos; qué personas e instituciones luchan contra la corrupción; y, qué mecanismos legales o institucionales se han activado para investigar y sancionar los actos de corrupción, se construyen
principalmente en estos dos entornos mediáticos, es decir, en estos dos entornos tecnológicos y culturales que son la televisión y las redes sociales, los cuales están dedicados a producir contenidos y significaciones sociales, en este caso específico, acerca del fenómeno de la corrupción.

Así mismo, entendemos que esos contenidos y significaciones no son el producto de una supuesta “neutralidad” cívica o periodística, sino que reflejan unas visiones políticas, sociales, económicas e incluso morales sobre la corrupción, así como un conjunto de intereses conectados de forma práctica a esas visiones.

Desde esta perspectiva, la estructura de propiedad de los medios y tecnologías de la información y comunicación, y su uso estratégico por parte de los gobiernos, grupos económicos y empresas que los controlan, lejos de democratizar la producción, circulación y recreación del discurso público en clave de preservación del bienestar común y defensa de lo público, han mantenido el carácter elitista sobre el control de los flujos de comunicación e información, y han dirigido su actividad a movilizar el apoyo de la opinión pública en favor de sus propios intereses, aunque desde la retórica para
establecer su legitimidad socio-política se plantee reiteradamente la ilusión de que “los medios de comunicación son independientes y tienen la obligación de descubrir la verdad e informar de ella, y no reflejar pura y simplemente la percepción del mundo que desearían los grupos de poder” (Chomski & Herman, 1990).

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