STATU QUO: INERCIA INTERNACIONAL Y DIÁSPORA VENEZOLANA

Invitado – Luis Narváez Rivadeneira

Volvemos a reflexionar sobre la situación venezolana. En esta ocasión, desde el linde del abatimiento frente a la insepulta
crisis en dicho país fraterno, y nuestra atrevida persistencia en llegar a la amabilidad del lector con un tema en el cual hasta el momento, sin agotarse, nos revela la obstinada inercia internacional frente al problema.

Al tablado para estas reflexiones, por su importancia y trascendencia, acudimos con la Carta Encíclica “Fratelli Tutti” del Santo Padre Francisco sobre la Fraternidad y la Amistad Social. La flamante misiva ecuménica del Papa Francisco (recreada en la fe), fue dada en Asís, junto a la tumba de San Francisco, el 3 de octubre del año 2020, víspera de la Fiesta del ´Poverello
´, octavo de su Pontificado. Al respecto estimamos que, más allá del enclave religioso, o mejor junto a él, emerge de esos planteamientos una sostenida y razonada propuesta para “Pensar y Gestar un Mundo Abierto”, tal como la discurre en su Capítulo tercero, apartados 87 a 90, que pretende desatar las ataduras al statu quo.

Desde esa perspectiva, en este trabajo, tal proposición pasará a constituirse en guía para “pensar y gestar” la superación de la crisis venezolana. Por lo tanto, en orden a su inserción, procede remontarnos al entorno descrito y analizado en nuestro anterior artículo: “Venezuela: fuertes focos de conflicto”, a fin de engarzarlo con los acontecimientos sucedáneos, unos, y
sucesivos, otros, todos sirgados a lo largo del 2020, a los que se añaden, para estos comentarios, los hechos registrados al ingreso del año 2021.

Sin alejarnos de su complejo entrabado, recordemos que los meses subsiguientes a agosto de 2019, en lo profundo, estuvieron dominados por un aparente statu quo, marcado, no obstante, por oleajes caprichosos de cara a los sucesos examinados en lo doméstico y desde la lontananza venezolanos. Tal fue el panorama al cierre de dicho período e incluso durante las primeras semanas del 2020, en que se agregó, a nivel universal, el advenimiento e instalación de la pandemia del coronavirus.

En ese escenario el 31 de marzo del 2020 se introdujo la propuesta de Donald Trump, cuyas ideas centrales plantearon que Maduro “se haga a un lado”; que la Asamblea Nacional venezolana, controlada por la oposición, “elija un gobierno de transición inclusivo, aceptable para las principales facciones”; la renuncia de Guaidó durante la transición; la designación de
un Consejo de Estado que gobierne el país, y que supervise las elecciones que se celebrarán en seis meses, a doce meses
(extensión que venció en marzo del 2021), según revelara Pompeo al difundir unilateralmente “un enfoque más moderado para poner fin a la crisis política venezolana”. Nada se ha avanzado y menos concretado. En todo caso, para no perder el hilo conductor de esa iniciativa y sus efectos, denominada por el gobierno de la Casa Blanca «Marco Democrático de Transición para Venezuela», cabe anotar que al día siguiente el gobierno del Ecuador brindó incondicionalmente su respaldo. Vimos
al propio tiempo que adhirieron al llamado de Trump, en cascada, la Unión Europea y el Grupo de Lima.

Frente al difuso alboroto que causó el gobierno de Washington, que se sumó a toda esa acumulada argamasa conflictiva,
fue evidente la zozobra e inflamación de los ánimos de agnados y cognados, con desquicio a la cautela y prudencia y a la privacidad que requiere toda acción internacional si se pretende conducirla al reencuentro de la paz, la seguridad y al respeto de los derechos humanos. Por cierto, los hechos revelaron la inercia de la acción internacional. Incluso en el seno del persistente y prudente accionar del Grupo de Oslo.

Sin dejar de reconocer el fragor y la fragua que no daban tregua a la sensatez –ni la ofrecían al futuro-, desde el plano académico postulamos que, si deseábamos acercarnos a una propuesta viable para encontrar solución a la crisis venezolana, se imponía la adopción de una resolución del Consejo de Seguridad para el trazo y aprobación de un “código de conducta para terceros”, bajo el patrocinio, seguimiento y responsabilidad de la Secretaría General de las Naciones Unidas. Tal documento –apuntamos- se lo debería asumir y desarrollar con la incorporación, concurrencia y participación de otros sujetos del sistema internacional, entre los cuales obviamente debería contarse con un grupo de Estados amigos y los representantes de las partes desavenidas. Debería concretar el reto para una participación oportuna que genere relaciones entre las partes desavenidas; debería prever y reconocer que la intervención de esos “intermediarios” pudiera estimular la intransigencia de la parte que se considere débil en la negociación; debería garantizar la custodia, con precaución y reserva, de los intereses demandados entre los contradictores venezolanos hasta percibir que la situación esté lo suficientemente “madura”, a fin de que su intermediación y participación permitan afianzar la confianza entre las partes; en esencia: debería precautelar que no se altere el balance de “su poder o capacidad negociadora” del que se hallarían investidos estos terceros.

Desde luego dicha postulación y las incertidumbres inherentes a la misma, hacen de la disuasión –como herramienta para la acción- una tarea más complicada para y entre los “intermediarios”. Buscar la paz es un oficio noble. Buscarla a través de ofertas e interpretaciones sesgadas es peligroso y hasta irresponsable. Estas son algunas sentencias, algunos adagios que enriquecerían el trazo de un “código de conducta para terceros”, sustentado en la teoría y la doctrina de las negociaciones internacionales, destacadas con sabiduría por notables especialistas y académicos.

La proposición es compleja, difícil y extensa. Exigente en el tiempo. Es una propuesta capsulada en el ser y el deber ser. Entre la praxis y la teoría. Pero hay que enrumbarla con urgencia, porque toda dilatoria en el establecimiento de un mecanismo como el sugerido (o cualquier otro) es una aberración contra la sociedad venezolana, ya condenada a una severa y tal vez irreversible descomposición social. Pongamos la cuestión en manos de la organización mundial, pues mandamiento sustantivo de las Naciones Unidas es el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, con sustento en los principios de la Carta de la ONU.

Estamos ciertos, sin embargo, en que quizá se recuse esta propuesta al advertir la inercia del mecanismo universal, y más aún si se repara en “Las sombras de un mundo cerrado” y en “El poder internacional” en el actual panorama mundial. En esas circunstancias adquiere evidencia que “El siglo XXI «es escenario de un debilitamiento de poder de los Estados nacionales, sobre todo porque la dimensión económico-financiera, de características transnacionales, tiende a predominar sobre la política. En este contexto, se vuelve indispensable la maduración de instituciones internacionales más fuertes y eficazmente organizadas, con autoridades designadas equitativamente por acuerdo entre los gobiernos nacionales, y dotadas de poder para sancionar»” (“Fratelli Tutti”, 172). Esa “maduración”, desde luego indispensable, es una asignatura pendiente; por ello, sin perjuicio de tender las nuevas bases para superar ese malhadado escenario, el reto inmediato es arrostrar esas adversidades y bregar para elaborar y dar forma concreta al sugerido “código de conducta para terceros”.

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