UN AMIGO CON HAMBRE Y CON INMENSO CORAZÓN

Era el siglo XIX cuando John Gray decidió abandonar la vida rural de alguna aldea escocesa, para lanzarse a Edimburgo, con la esperanza de encontrar trabajo y escapar del hambre. Y una mañana de domingo, después de salir de rezar en la iglesia y escuchar el sermón del cura sobre el infierno, el remordimiento y los pecados, John Gray se encontró de frente con un santo: Era de muy baja estatura porque le llegaba apenas debajo de la rodilla, tenía el cuerpo cubierto de pelo sucio y caminaba en cuatro patas.

Era un perrito callejero que lo miró con ojos húme- dos y suplicantes. John buscó en sus bolsillos y con una moneda de bajo valor, compró el pan más barato en una tienda del lugar, y lo compartió con el perro. Entonces se hicieron amigos y hermanos. Y compar- tieron el frío, el hambre y, seguro, los sueños, porque dormían el uno al lado del otro. Y un día John Gray, ¡Milagro!, encontró trabajo como vigilante nocturno y el hambre no fue tan duro para él ni para su perro al que llamó Boby, y que lo acompañaba en cada jornada.

Pero el frío y tantas hambres pasadas hicieron mella en la salud de John Gray y un día empezó a toser más de la cuenta, a perder peso, y sintió que no tenía fuerzas: tenía tuberculosis. La enfermedad era incu- rable en aquel entonces, y John Gray se marchó de este mundo y su perro Boby quedó huérfano.

En algún momento, en algún rincón de la memoria de Boby, se encendió una lucecita, quizás alimentada por el hambre, la costumbre y la nostalgia, y fue a la tienda donde su amo solía comprar los alimentos. Los dueños del lugar reconocieron al perro y recordaron a su dueño ya fallecido, y le dieron algo de comida al animal que, enseguida, la llevó entre su hocico hasta el cementerio donde se hallaba enterrado su amo. Y allí comía, al lado de su tumba, y así lo hizo día tras día. Y los dueños del local donde Johan Gray compra- ba sus alimentos, generosos con el perro, repitieron el ritual desde 1858, cuando murió John Gray, has- ta 1872, ¡catorce años! cuando, ya de viejo, pero no de hambre, murió Boby, el perro ejemplo de lealtad. Los ciu- dadanos de Edimburgo lo enterraron al lado de su amo.

Y en una plazoleta de la ciudad, al lado de una fuente, una estatua recuerda al perro Boby, y el lugar se ha convertido en un espacio de peregrinación silenciosa y admirada de muchos humanos que no quieren olvi- dar que la lealtad existe. Y que, como dijera alguien, si el paraíso existe, que sea para ellos, para lo perros, para que jueguen sin dolor y sin miedo en jardines se- renos, para que corran por sus senderos y miren a la luna, en las noches, con sus ojos llenos de preguntas y ternura.

Es curioso que los humanos amemos el
ajedrez: un espacio lleno de preguntas, pero donde no existe la ternura. Acá se trata de ser despiada- do con el contendor.

El blanco tiene ventaja definitiva, pero debe matar en dos jugadas.

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